A veces sólo hace falta observar con atención
Por Marco Hernandez
Una lluviosa tarde de 1648, había un niño asomado por una ventana. Perdida su mirada hacia el jardín posterior de su casa, el olor de la humedad llenaba todo, el golpeteo incesante sobre el techo era un sonido de nunca acabar. La mirada del niño sólo se ilumina al mirar a un rincón de su cuarto. Allí esta su pequeñísima colección de piedras raras: Un par que parecen conchas marinas (encontradas en una montaña, más raro aun), una triangular con bordes afilados, que parece un diente de tiburón, otra que parece una vértebra y otras muchas más hechas de roca maciza.
Un ruido afuera, un arroyo cerca de casa ahora es un furioso río. Arrastra rocas y barro. Se ha salido de su cauce y ahora ahoga todo a su paso. El agua se extiende cubriéndolo todo. Su padre y sus hermanos ya habían preparado los sacos de arena alrededor de la casa para protegerla. Se han salvado. Gracias a Dios! Solo queda esperar al día siguiente para empezar a limpiar todo.
Aquel niño se llamaba Niels Steensen. Nacido en Copenhague en 1638, fue hijo de padres luteranos que insistieron en una educación clásica, apegada a las normas de la religión. A los 18 años ya hablaba fluidamente latín y fue aceptado en la prestigiosa Universidad de Copenhague, para matricularse en anatomía, la cual era la carrera más prestigiosa que se podía estudiar en esos tiempos. Niels decidió que mejor sería latinizar su nombre, para facilitar el reconocimiento de sus hallazgos, así que empezó a firmar como Nicolás Steno.
Como anatomista, a Steno se le atribuye el descubrimiento de la glándula parótida (ductus Stenonianus) la cual encontró por puro accidente cuando disecaba el cerebro de un cordero. Su trabajo como anatomista lo llevó por Alemania, Holanda y Francia hasta que terminó asentándose en la Toscana bajo la protección de los Medici. Allí, se le encomendó una interesante tarea: disecar un tiburón gigante que había sido capturado en esas costas.
El estudio detallado del tiburón, y el trabajo comparativo que llevó adelante con antiguos fósiles (como los de su niñez) llevó a Steno a concluir que sus “rocas extrañas” realmente eran restos muy antiguos de animales del pasado. Steno era amante de largos paseos por las montañas en Toscana y poco a poco empezó a notar como estas montañas parecía estar formadas por capas y capas de roca depositadas unas encimas de otras. Los flujos de barro que descendían de las montañas y la forma como se acumulaban unos encima de otros también le impresionaron y le recordaron las inundaciones estacionales de su jardín.
Todas estas observaciones le permitieron concluir algo formidable: los estratos se forman por la acumulación de sedimentos en medios acuáticos y los estratos que están por encima son más jóvenes que los que están por debajo. Estas conclusiones parecen de sentido común hoy, pero cuando Steno publicó su libro, pasaron varios años para que fuesen tomadas como ciertas y se convirtieran en el pilar fundamental para el entendimiento de los depósitos de suelo y roca.
Hoy, los geólogos llamamos a esa observación: Principio de Superposición de los Estratos y es la base para el entendimiento de toda la historia geológica del planeta Tierra. Y Nicolás Steno tiene el honor de ser considerado como padre de la Geología.